viernes, 31 de julio de 2009

Al Calor del Chinchorro

Por Skarfan

_ Un día decidí no entrar a clases. En ese tiempo estudiaba en el Liceo A 49 de Coronel
y me parece que estaba en el Tercero H, o en el Cuarto C. No me acuerdo mucho. La

cuestión era que desde el inesperado cierre de la mayor crisis en 1994 de las minas de carbón de Schwager, tu abuelo, o sea, mi Padre, después de quedar cesante y sufrir un duelo perpetuo que nunca logró superar, porque no sabia hacer otra cosa más que trabajar en ese fondo oscuro del corazón de la tierra extrayendo incansablemente toneladas y toneladas de ese mismo carbón que ahora se esta quemando en nuestra vieja cocina de ladrillos…

_ Pero papá, mi mamá siempre te ha dicho que no uses más carbón, porque contaminas toda la casa y las de los vecinos también.

_ ¡Ya ya esta bien!, pero no me interrumpas, después vemos eso. Como te decía, yo creo que tu abuelo se trastorno de la mente y su frágil corazón no soportó más la vida entorno a una reconversión laboral que nunca aceptó y entendió de las autoridades de aquel entonces, por eso pienso que tu abuelo falleció de tristeza…

_ ¿Las personas se pueden morir de tristeza, papá?

_ ¡Por supuesto hijo! Entonces como no entré a clases, ese día seguí a tu abuelo desde que salió muy temprano de la casa, para ver dónde iba y qué hacia durante todo el tiempo. A mi mamá y a mi hermana nos preocupaba mucho el comportamiento extraño de tu abuelo, porque cuando regresaba a casa, llegaba todo cochino, hediondo, hambriento y tiritando de frío. Según él, su apariencia se debía a su nuevo trabajo, lo cual nunca nos decía de que se trataba y menos donde laboraba.

A pesar de todo lo que pasamos con tu abuelo, nunca nos faltó en la mesa el sabroso pan minero que hacia tu abuelita, o sea, mi Mamá, el viejo amaba su familia, amaba su lindo pueblo de Coronel, y por sobre todo, añoraba las costumbres que se perdieron

1 cuando cerraron las minas, porque era más barato apensionar a los mineros que, mantener a un alto costo las instalaciones y producción de una empresa que ya no daba utilidades… ¿Qué te decía?

_ ¡Que mi abuelito llegaba hediondo!

_ ¡Ah claro! Imagínate lo desquiciado que estaba tu abuelo, ya que, cuando escuchaba la sirena de los bomberos a cualquier hora, él se levantaba si es que era de madrugada y corría como un loco por toda la casa buscando su charra, su casco y su ropa de minero para irse a la mina. Yo despertaba del puro alboroto que había y algo alcanzaba a oír entre tantas carreras: “Laura, donde están mis cosas, voy a llegar tarde al primer turno. No voy a alcanzar a tomarme el harinao, pero prepárame el manche de siempre”. “Pero viejo, acuéstate esa sirena es de los bomberos, debe haber algún incendio por ahí, además, hace más de un año que cerraron las minas”. Te prometo hijo que era desgarrador ver como mi papá se desangraba en lagrimas y destrozaba sus puños en el piso que tanto le costo construir. Al final, todos llorábamos con él, consolándolo y cuidándolo ante cualquier aviso de incendio.

_ Papá, estas llorando como yo cuando anoche me dolía mi cabeza, ¿También te duele?

_ No mi pequeño, no me duele… me duele el corazón por tu abuelito, él no alcanzó a conocerte y ver lo hermoso que eres.

_ ¡Esta bien, esta bien!, sigue contándome entonces ¿Qué paso cuando seguiste al abuelo ese día?

_ De acuerdo. Iba de tras de él como a 50 metros, aun estaba oscuro porque estábamos en invierno y el frío era intenso, pero no estaba lloviendo. Llegó a unas casas que estaban en la población Lauree y tocó varias puertas. Al principio pensé que estaba pidiendo limosnas y estuve a punto de encararlo y retarlo, pero me calme un poco. Luego se fue por toda la línea del tren hasta llegar a Playas Negras. Allí cerca de la

2 orilla de la playa, se despojó de casi toda su ropa que guardó en su vieja mochila de lona. En seguida caminó hacia unos requeríos, observó para todos lados y cuando estuvo seguro que nadie lo estaba mirando (excepto yo), extrajo un chinchorro

_ ¿Un chinchorro?

_ ¡Sí! Es un fierro largo que en su extremo esta soldado un círculo de fierro también donde cuelga una malla fina de nylon para atrapar cualquier cosa. En este caso… ya lo sabrás. Hasta en ese momento aun no entendía nada de lo que estaba haciendo tu abuelo. Pero luego cuando se metió a pies pelados, a esa hora, con ese frió al agua y llevando ese extraño aparato, pensé que el viejo iba a pescar (valga la redundancia) pescados. Yo estaba angustiado, inquieto porque mi papá miraba las pequeñas olas que salpicaban sus rodillas sin moverse con el chinchorro apuntando hacia todos lados. De pronto, hundió la malla completamente bajo el agua, la sacó, corrió hacia otra ola, la hundió nuevamente hasta que se le hizo muy pesada, hasta agotar sus fuerzas. Acto seguido se encaramó el chinchorro en uno de sus hombros con mucha dificultad para llevarlo a unos pocos pasos de la orilla Lo dejo caer y vació su contenido. ¿Qué crees qué era lo que saco del agua?

_ ¡Obvio pues papá… pescados!

_ ¡Te equivocas! Al igual como yo me equivoqué. El contenido que comenzó a juntar en la arena, era carbón, puro carbón.

_ ¡Que loco mi abuelo!

_ ¡Eso mismo me dije! Estuvo toda la mañana entrando y saliendo del mar, casi no descansaba. Nunca, pero nunca había visto algo parecido a lo que estaba haciendo tu abuelo, o a alguien tan solitario y tan esforzado en una de nuestras playas de arenas negras como el mismo carbón que estaba apilando en una sola ruma.

La marea sin aviso se tornó peligrosa. Las aguas espumosas estaban subiendo sin

3 control rápidamente hasta el punto de alcanzar la ruma. Tu abuelo se metió corriendo al agua para sacar un poco más de carbón. Castigaba el chinchorro abruptamente entre las olas grises que ya le llegaban hasta su cintura. De pronto, una inmensa ola lo atrapó y lo sumergió completamente. Ola tras ola que venía lo arrastraba más hacia adentro. Tu abuelo ya estaba inconciente. Así que, no se como salí de mi escondite gritando “papá, papá”, pero tu abuelo no me escuchaba, ni las gaviotas que estaban allí me escuchaban, el ruido de las olas golpeando las orillas eran ensordecedor. No recuerdo como me saqué casi toda la ropa. Me apresuré a ayudarlo y todavía inconciente lo arrastré hasta la arena seca gritándole que despertara. Su cuerpo estaba morado y sus músculos se movían involuntariamente. Le cambié su ropa mojada, lo abrigué con la mía sin preocuparme si yo tenía frío o no. Finalmente despertó y se asustó al verme ahí. Yo lloraba y maldecía, más maldecía de rabia por no entender por qué mi papá había llegado a esto. Pegué un tremendo grito, ahí las gaviotas me escucharon, apreté mis puños de 15 años, tomé el chinchorro y como un loco me arrojé gallardamente sin miedo al agua para terminar lo que había empezado tu abuelo. Ese mismo valor imagino tuvo cuando Galvarino con todo su coraje ofreció su cabeza después que le cortaran sus manos aquí cerca en Lagunillas. Claro que yo me ofrecí a quitarles el preciado tesoro que habían descubierto don Matías Cousiño y don Federico Schwager.

La marea me mostraba sus dientes y reforzaba sus filas con olas tras olas. Yo empalaba el chinchorro dando gritos incongruentes, incrustándolo en las olas para llenarlo… de nada. A cada nuevo intento, menos comprendía lo que estaba haciendo. Después de un rato, me rendí, o mejor dicho, el frío me rindió y comencé a reírme y tu abuelo se reía conmigo. Era increíble, había olvidado lo hermoso que era mi padre cuando su sonrisa invadía todos los espacios de nuestra casa. De hecho, tú te ríes como él, por eso tu abuela te adora, porque le recuerdas que su esposo aun sigue con nosotros.

4 _ Ahora entiendo a mi abuelita cuando me dice: “Haber esa sonrisita de viejito”. Pero papá, déjame entender algo, el abuelo pedía limosnas o no.

_ ¡Jamás lo hizo! Le pedí tantas veces que me perdonara por lo que había pensado de él que, me da vergüenza de sólo recordarlo.

_ ¿Y entonces?

_ Bueno, cuando paramos de reírnos me contó todo lo que hacia con ese carbón de piedra que contaminaba las playas de estas ciudades, pero a la vez estaba allí listo para ser sacado gratuitamente y venderlo por sacos a aquellas personas que a diario visitaba. También me contó que antes de trabajar en las minas, él era un Chinchorrero. Un trabajo duro, bruto a costa de su propia salud, porque en sus hombros cargaba los sacos caminando por varios kilómetros sin importar cuanto se tardara en llegar a sus destinos. Aquella vez, le ayude a transportar varios de esos sacos, y créeme que no fue nada fácil para mí. Le prometí que no le diría nada a la mamá si me dejaba ayudarlo cuando no tuviera clases. El viejo era orgulloso, porfiado y me dio un sermón que no te imaginas, de esos que los padres le dicen a sus hijos que no sean iguales a ellos. Aceptó de todas formas, pero me hizo prometer que primero que nada estaban los estudios. Y así fue, cumplimos nuestras promesas al pie de la letra, aunque lo más divertido de todo era cuando llegábamos a la casa después de nuestro trabajo secreto, porque siempre nos pillaba mi mamá entrando por la puerta trasera: “Ya vienen llegando el parcito de cochinos y hediondos a chiquero. Si parecen Chinchorreros los perlas”.

“Te prometí contar la historia, he cumplido. Descansa tranquilo… abuelo”

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