viernes, 31 de julio de 2009

Los Copuchentos del Hospital de Maule


Por Abra


Cuando era niña, nuestros padres nos llevaban a la playa de Maule.

Todo Camilo Olavarría participaba con sus familiares.

Los niños en el agua, las madres comadreando el mate y los hombres con sus “pichangas” peloteras.

Ellas habían preparado el “manche” con el arrollado (arrollado de carne de malaya, zanahorias y huevos duros). Además de la ensalada de porotos verdes, un poquito de aguardiente para el mate y bebidas para los niños. Todo eso, para pasar un buen día.

Los días de Navidad y Año Nuevo, después de celebrar en casa y en el barrio, se despoblaba Camilo Olavarría para ir a disfrutar a la playa de Maule.

Cansada de jugar con las olas, me senté en una roca que formaba la gran poza donde nos bañábamos los niños, que tenía muchas conchas, luga-luga y flores novedosas de mar. Éstas se cerraban y abrían y yo, como hipnotizada, miraba el fondo del agua clara a esa flores blancas, amarillas, similares a las margaritas o las flores “para querer” porque presentía que me querían hablar.

Hasta que logré escucharlas:

-¡Oye, oye!, te queremos contar algo.

Eran lindas, recuerdo, hasta pensé que eran copuchentas, todas, como locas de ganas por hablar.

Entonces me transformé en un oído gigante para saber lo que querían decir.

- Adivina quién hizo esta poza y cómo se llama.

- ¡El mar, con su oleaje!-, respondí.

- ¡No, no, frío, frío como agua de río…

- ¡El viento con su fuerza!

- ¡No, no!

- ¿Quién fue entonces?, pregunté impaciente.

En coro solemne, orgullosas, respondieron: - Los mineros del carbón, esos esforzados trabajadores la hicieron con mucho cariño y dedicación. ¿Quieres saber porqué?

- Sí, díganme, la curiosidad me mata.

- Allá en ese cerro, en medio de aquellos árboles de boldos, maquis y otros, hay un hospital atendido por monjitas que dedican su vida a cuidar enfermos. Ellas atienden a los mineros, especialmente a los que salen accidentados de la mina, y también a sus familias, en particular a los niños, porque hacen de enfermeras,

- ¿Pero qué tiene que ver la poza con eso?

- Mira, niña. Una monjita se enfermó de los huesos, dieron que había sido reumatismo y el médico le recetó mojar sus piernas en agua de mar. Y por eso, los mineros agradecidos, construyeron esta poza de la que ustedes gozan hoy -. dijo una.

- Siempre la traían los mismos mineros, porque ya no podía caminar, dijo otra.

- Ella metía allí sus piernas y también lo hacían sus acompañantes, por eso le pusieron “La poza de las monjas”.

- ¡Eso, Eso!,- dijo una entrometida gaviota que, acompañada de un pato lile, escuchaban esta conversación.

Eran ésos más copuchentos aún y estaban atragantados por contarme sus chismes.

- Niña, niña, nosotros sabemos más, sabemos más- , repetían con su

escandaloso chillar- es “re güena” la historia…

La verdad, yo también soy copuchenta y alerté mi gran oreja, mientras la gaviota le dijo al pato lile - ¿Te acuerdas de la monjita Fresia?

- ¡Claro que me acuerdo!, ¿Quién la cuenta, tú o yo?-

- ¡Los dos!, - dije impaciente. – ¡Hablen de una sola vez!

La gaviota, arregló sus alas y, muy ceremoniosa dijo:

- Ella era joven y enviudó. Quedó con un hijo a quien educó. Se dedicó a servir ahí en el hospital a los mineros heridos con abnegación, hasta ayudarlos a bien morir, pero un día ella también enfermó, y después de algún tiempo en su lecho, se durmió…

El pato lile, prosiguió: - Parece que ella no se dio cuenta que había muerto, pues todas las noches se la veía caminar por las salas del hospital a cuidar con esmero al minero herido. Le daba agua y lo reconfortaba, acompañándolo hasta el amanecer. Luego, se iba… Las otras monjitas no podían entender que el enfermo hubiera tenido atención, cuando ninguna de ellas lo había hecho, ya que, durante la noche habían estado en la capilla rezando o ayudando a algún médico en el pabellón de operaciones o atendiendo alguna otra emergencia.

- “ ¡Puchas que sabe el pato lile”, me dije.

- La noticia se corrió como un reguero de pólvora en toda la población: había una fantasma en el hospital y no podía ser otra que la hermana Fresia, la que venía desde el más allá con tanta piedad y amor a mitigar los dolores de los heridos.

La gaviota, enojada, intervino: - Los supersticiosos y miedosos, creyendo que era una muerta viviente, vampiro, quizá, acordaron ir al cementerio y poner gruesas cadenas a la tumba de la monjita para que no saliera de su tumba a asustar a los cristianos. Si no crees ve al cementerio, a la entrada, a mano izquierda está la tumba con la cadena.

Años después fui al cementerio y juro que ahí estaba la tumba, con la cadena… Entonces me pregunté si eso había sido imaginación o realmente me lo habían contado los pájaros copuchentos.

Más tarde supe que, después, su hijo había traslado la sepultura hacia un camposanto de Santiago.

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