viernes, 31 de julio de 2009
Continuidad de un Agosto
Por Sofía Paz
Podría ser jueves veinte de abril, podría ser sábado dos de enero, podría ser cualquier día de los 365 días del año, pero ella sabía que era inevitable que el tiempo avanzara; era dieciocho de agosto y no había cómo negarlo, repudiaba con toda su alma este día.
Ella solía despertar cada mañana y saltar a la ducha, luego, mientras se secaba el cabello, repasaba las cosas que haría en el día, pero hoy era distinto, hoy quiso salir a caminar en vez de repasar su lista.
Hace mucho tiempo no lo hacia, sentía muchas cosas en aquel momento pero había un sentimiento que primaba sobre los otros y no era sino el de nostalgia por sentir el viento en su cara, ese viento tan característico de la ciudad en que nació, Coronel.
Desde que tenía diez y seis años recordaba esos paseos a la plaza con amigas, aquellos días en que el mejor de los panoramas era salir a dar vueltas y vueltas por la plaza escuchando las canciones que algún chico enamorado le dedicaba a una niña y que sonaban fuertes y claras desde la estación de bomberos.
De pronto se vio en Manuel Montt y por un segundo le pareció que, el otrora gran teatro de Coronel, volvía a ser lo era, le pareció ver a la pastelería Selecta en el lugar en que por años estuvo y en ese momento recordó que esos paseos a la plaza no eran nada sin un helado de La Selecta en las manos. Y sintió curiosidad por ver si el sabor era el mismo de hace cuarenta y seis años; quería probar otra vez aquel helado que tanto la obsesionaba cuando joven.
Caminó unos cuantos metros más y llegó a la nueva Selecta y tal como una niña de cinco años desea una muñeca, ella anhelaba con el mismo fervor ese helado. Cuando por fin lo tuvo en la mano y lo había probado comprobó con gran asombro y con un cierto grado de incredulidad -hay cosas que no cambian- se dijo a si misma. Y cada bocado le recordaba alguna situación, alguna de sus tantas ilusiones de adolescente queriendo conquistar el mundo y creyendo que tendría toda la vida para ello.
Caminando por inercia, casi sin darse cuenta, llegó a la plaza y allí pensó en entrar unos minutos a la iglesia. Pero, probablemente no sería más que una pérdida de tiempo. Hacía mucho tiempo ya, que había renunciado a Dios. Se preguntó cuándo comenzó a dejar de creer y se vio transportada al 18 de agosto de 1970, el día en que su vida cambió del cielo a la tierra -a la tierra es poco decir, del cielo al infierno- balbuceó con odio mientras caminaba en línea recta por Balmaceda. Nuevamente se vio enfrascada en otro recuerdo, a Irene le gustaba llamarles flash back, término que había aprendido de una película. Eran tan frecuentes estos momentos que si bien en un principio le causaban dolor, hoy sólo le dejaban un pequeño sentimiento de soledad. El 18 de agosto de 1970, murieron los padres de Irene en un accidente de tránsito en Concepción y aunque ella, en teoría, ya tenía edad para cuidarse sola, en la práctica todo el mundo sabía que no era así. Pero a pesar de tantas adversidades, logró derrotar al fantasma del fracaso y contra las especulaciones de sus vecinos e incluso parientes, consiguió un trabajo y con ello se sustentó hasta que conoció a un hombre con quien posteriormente se casó.
Nadie supo nunca si se desposó porque era lo más conveniente o porque estaba de verdad enamorada, algunas veces se notaba en su rostro una expresión de odio hacía su marido, otra veces bastaba mirar su ojos para ver cuan ciega estaba por ese hombrecillo.
Ella sólo sonreía cuando alguien le recordaba este tema.
Cuanto volvió a la realidad, se hallaba en Democracia, a la altura del negocio de la señora Elena y el señor Galindo Zambrano -el negocio de los Zambrano aún está funcionando, sin embargo, seguro que ya no debe existir ninguno de los dos esposos- y con esta oración emprendió el regreso a su casa.
Aquel día su madre le dijo: -Irene, vamos y volvemos. Tu papá tiene que hacer un trámite en Concepción y yo lo voy a acompañar. No salgas de la casa y ten cuidado mientras no estamos.
Acto seguido su padre le sonrió y le hizo un gesto de que iban retrasados y fue él quien cerró la puerta, hecho que Irene recordaría durante toda su vida porque nunca más nadie se despidió de ella con tan hermosa sonrisa.
Se llevó las manos al bolsillo y encontró su celular, bastante anticuado para estos tiempos, pero le servía para hablar por lo menos. Apretó una tecla y se iluminó la pantalla, eran las dos de la tarde y se espantó al recordar que no había dejado nada listo para el almuerzo. Corrió al primer supermercado que vio y compró algo fácil para preparar. Salió muy apresurada y sin darse cuenta empujó a tres personas en el camino, sin mencionar a las otras dos a las que golpeó con la bolsa del supermercado. Abrió raudamente la puerta de su casa, se afanó en la preparación de la comida antes que llegará su marido y, cuando terminó, dio un profundo suspiro.
Caminó lentamente, mirando hacia todos lados, viendo en cada esquina un motivo distinto por el cual romper en llanto. Va al final de pasillo y escucha que la puerta se está abriendo; automáticamente se da vuelta y corre en dirección a ella. Llora de emoción porque por fin sus padres vuelven -mamá, pero que trámite más largo que tuvieron que hacer. Me parecieron treinta y nueve años- dijo Irene en voz alta, mientras su esposo que viene entrando por la puerta sólo la mira a los ojos y logra decirle muy emocionado:
- Irene, soy yo, tu esposo. Siento lo de tus padres… sé que hoy es su aniversario de muerte. Otra vez me confundiste con tu padre.
A Irene no le importaban estas palabras cargadas de lástima y de pena, ella sólo pensaba en una cosa: Podría ser jueves veinte de abril, podría ser sábado dos de enero, podría ser cualquier día de los 365 días del año, pero ella sabía que era inevitable que el tiempo avanzara; era dieciocho de agosto y no había cómo negarlo, repudiaba con toda su alma este día.
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